
No sé cómo se me ocurrió subir a la azotea. Nunca antes había subido, a pesar de que toda la vida había visto esa puerta de metal en lo alto de la escalerilla. Nadie en el edificio la usaba porque no se podía colgar ropa ni poner sillas o piscinas. Por motivos de seguridad, decía el cartelito pegado en la puerta.
Esa primera tarde subí sin pensarlo, sin imaginar siquiera que la azotea se convertiría en algo tan importante. Mi lugar, mi guarida.
Esa primera tarde subí sin pensarlo, sin imaginar siquiera que la azotea se convertiría en algo tan importante. Mi lugar, mi guarida.




