
“Era precioso ver a la niña y a la gata corretear por las lindes. Momoko y Lala desaparecían detrás de los espantapájaros, volvían a aparecer y retozaban la una con la otra mientras el trigo dorado brillaba con el sol poniente. La brisa se colaba entre los árboles del soto, rizaba las espigas de oro y pasaba de largo hinchiéndole la falda a la niña. Momoko se ponía en cuclillas, se levantaba, echaba a correr, no se quedaba quieta ni un instante.
Creo que de ella me fascinaba ese candor infantil y al mismo tiempo, esa aura misteriosa e impropia de una niña. Momoko tenía algo que apaciguaba a la gente. Aunque fuese fría y tendiese a guardar la distancia con la otra persona, nunca me dolió que no se encariñara más conmigo. Me bastaba con que estuviera ahí. ”
Creo que de ella me fascinaba ese candor infantil y al mismo tiempo, esa aura misteriosa e impropia de una niña. Momoko tenía algo que apaciguaba a la gente. Aunque fuese fría y tendiese a guardar la distancia con la otra persona, nunca me dolió que no se encariñara más conmigo. Me bastaba con que estuviera ahí. ”
Desde la muerte de su madre, Momoko no se relaciona más que con su gata Lala. Pero cuando Masayo llega a su casa para ser su preceptora todo cambia, y nace entre ellas una tierna complicidad. Masayo poco a poco se enamora del padre de la niña, mientras que este solo parece tener ojos para su nueva amiga: la bella Chinatsu. La vida sigue su curso en un ambiente de mentiras y aparente calma hasta que, cuando la nieve cubre de silencio el jardín y los campos de trigo, afloran las pulsiones más oscuras y las verdades salen a la luz.