
Los hijos son un trabajo de jornada completa. Primero son bebés y esperas que se hagan autónomos, te preocupa que se atraganten o se caigan de morros, luego llegan los años de parvulario y te preocupas porque ya no los tienes cerca, que vayan a caerse de un columpio o que el siguiente control pediátrico no vaya bien.
Luego empiezan el colegio y te preocupa que no vayan a seguir el ritmo de la clase o que no hagan amigos. Toca hacer deberes y montar a caballo, jugar al balonmano e ir a fiestas de pijama. Empiezan el instituto y aparecen más amigos, fiestas y conflictos, charlas con el tutor y hacer de taxista. Te preocupan las borracheras y las drogas, que se junten con malas compañías. Los años de la adolescencia pasan como una telenovela, a ciento noventa kilómetros por hora. Hasta que, de repente, te ves con una hija adulta y te crees que ya no vas a tener que preocuparte más.
Luego empiezan el colegio y te preocupa que no vayan a seguir el ritmo de la clase o que no hagan amigos. Toca hacer deberes y montar a caballo, jugar al balonmano e ir a fiestas de pijama. Empiezan el instituto y aparecen más amigos, fiestas y conflictos, charlas con el tutor y hacer de taxista. Te preocupan las borracheras y las drogas, que se junten con malas compañías. Los años de la adolescencia pasan como una telenovela, a ciento noventa kilómetros por hora. Hasta que, de repente, te ves con una hija adulta y te crees que ya no vas a tener que preocuparte más.