Escucho mi respiración, también la de mi madre, y no consigo concentrarme en nada más que en mirar sus manos. Están posadas sobre las sábanas, sin mover un dedo, parecen manos de piedra, como si la sangre de sus venas se hubiera convertido en agua estancada. Esconde con sus manos el nombre del hospital estampado en el embozo, como si quisiera ocultar dónde se encuentra.
Cuando abre los ojos, nos sonríe a Xabier y a mí, pero no nos reconoce, aunque seamos sus hijos, aunque un día nos diera la vida en este mismo hospital, antes de que lo reformaran. Aun así nos sonríe, y su sonrisa aligera la carga que sentimos sobre los hombros desde que la ingresaron. En parte, al menos.
Cuando abre los ojos, nos sonríe a Xabier y a mí, pero no nos reconoce, aunque seamos sus hijos, aunque un día nos diera la vida en este mismo hospital, antes de que lo reformaran. Aun así nos sonríe, y su sonrisa aligera la carga que sentimos sobre los hombros desde que la ingresaron. En parte, al menos.