“Él mismo lo había experimentado, porque sabía que escribir surge de la necesidad humana, de la penuria del alma, de un hambre y un frío por dentro que sólo se calma, temporalmente, escribiendo.
Con la mirada perdida en la blancura de las hojas se preguntó en qué momento lo había descuidado, había olvidado que la escritura nace de la pura miseria, del dolor inconfesable, de los secretos que morirán con nosotros, porque la magia consistía en insinuarlos sin mostrarlos jamás, sin dejar que la desnudez del alma se convirtiese en pornografía de las emociones”
Suena el timbre de la puerta, hay dos policías en el rellano con cara de circunstancias, y ello no puede augurar nada bueno, seguro que son portadores de malas noticias. Y así es…, Álvaro ha fallecido en un accidente de tráfico en Galicia, mientras él le creía en Barcelona.
Necesitaba calor para llorar, o al menos alguna clase de apasionamiento; el frío ártico que había inundado su casa le había congelado parcialmente el corazón. Habría deseado que lo congelara del todo, que el fantasma gélido que había invadido su hogar hubiera sido capaz de quebrar en su avance las fibras del músculo dudosamente útil que latía en su pecho.
Después de 15 años viviendo juntos, Manuel, un escritor madrileño conocido, pensaba que lo sabía todo sobre Álvaro, creía conocer a su pareja, pero nada más lejos de la realidad. Su muerte le ha convertido en heredero de una fortuna que desconocía y le ha presentado a su familia, una de las más importantes e influyentes de Galicia. Grandes terratenientes, ligados desde cientos de años atrás a los poderes de la Iglesia y con importantes títulos nobiliarios.
Porque en su puta familia no hay yonquis, ni puteros, ni violadores y, si los hay, procuran que las cosas se vean siempre desde el lado más bonito, y lo peor es que ni siquiera tienen que pedirlo; ha sido así durante siglos y así continúa. Son los Muñiz de Dávila, hay que hacerles el favor.
El caos se ha adueñado de su vida, pero a Manuel no le queda más remedio que visitar a sus parientes políticos en As Grileiras, el pazo (ahora su pazo) en Lugo.
Se sentía casi enfermo y sabía que la razón que le sostenía, el pequeño y feroz cimiento que le sustentaba, era la ira. La sentía hervir en su interior a fuego lento, destilándose amarga por un alambique de frágil cristal que la condensaba en gotas de puro veneno que pugnaban por convertirse en el único alimento para su alma.
Todos le reciben con bastante hostilidad, todos salvo su cuñada Elisa y su nuevo sobrinito Samuel, con los que congenia desde el principio. Gota a gota le van llegando retazos desconocidos de la infancia y adolescencia de su marido, de la relación con sus padres y hermanos, del rechazo por parte de algunos a su condición sexual.
Nogueira, un exguardia civil ya retirado que vive en la zona, le explica a Manuel que quizás la muerte de Álvaro no haya sido un accidente y que tal vez pudiera estar relacionada con una serie de sucesos acaecidos en el pasado. Juntos empiezan a investigar, acercándose poco a poco a la verdad y en contra de todo pronostico, Manuel recupera la alegría de vivir y vuelve a centrarse en escribir su nuevo libro.
La confusión inicial, la sensación de descontrol que había experimentado en los primeros días, se veía ahora compensada por la indolente placidez que suponía aceptarlo, asumir que daba igual, porque Álvaro había arrastrado en su muerte cualquier sentido que hubiera podido tener diferenciar un día de otro. Asumirlo le proporcionaba paz, admitirlo suponía aceptar el vacío, abrazar la nada, una nada piadosa en la que podía vivir sin que el dolor le arrancase el alma a mordiscos.
¿Por qué razón Álvaro le habría ocultado todos los detalles más importantes de su antigua vida, de su familia?¿Es que acaso se avergonzaba de él?